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sobrevivir en ciudades diseñadas a fracasar

By Mekashinev | September 11, 2025
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Existe una peculiar forma de dotar de un tono casi pintoresco a la cruda realidad de la clase trabajadora, aquella que depende del transporte público para sobrevivir. Se trata de una fuga diaria, un éxodo masivo al amanecer donde miles de personas salen literalmente huidos de sus colonias, persiguiendo un sustento que se encuentra a kilómetros de distancia. Este desplazamiento forzado no es casual; es un síntoma claro de que las zonas industriales y de oficinas están mal planificadas, alejadas de los centros habitacionales y erigidas sin la más mínima consideración por el bienestar de las personas. No hay espacios adecuados para las instalaciones, mucho menos para la vida comunitaria que debería florecer a su alrededor.

 

Esta es la realidad de la clase obrera, el pilar que sostiene materialmente a estas empresas, condenada a aceptar empleos "dignos" que, irónicamente, ofrecen salarios que apenas oscilan entre los $8,000 y $10,000 pesos mensuales. El dilema no es optar por sufrir o no, sino elegir entre formas distintas de desgaste. ¿Es acaso preferible aguantar la claustrofóbica presión de un call center durante más de 8 horas, solo para seguir esclavizado al teléfono y a los mensajes incluso después de la jornada? Esta es la disyuntiva constante.

Nos enfrentamos a una paradoja moderna. ¿Cuál es el gran miedo que nos acecha? ¿Morir apiñados en el transporte público en un accidente, o morir de hambre en la intimidad de nuestros hogares? Este es un concepto que filósofos como Zygmunt Bauman (no Sigmund) llevan años analizando: la liquidación de la seguridad y la fabricación de miedos en la sociedad moderna. Su relevancia parece opacada intencionalmente, negada por un ecosistema digital que privilegia lo viral sobre lo veraz, lo superficial sobre lo sustancial.

Justamente en estas plataformas digitales es donde el miedo se mercantiliza. Nos bombardean con predicciones apocalípticas: "Morirás mañana si tomas el metro", "Serás más pobre si te quedas en tu empleo". Se lucra con nuestra angustia existencial, creando una niebla de pánico que, irónicamente, convive con un discurso oficial que insiste en pintarlo todo de rosa, en proclamar que "todos los mexicanos somos buenos y estamos bien".

La responsabilidad de despejar esta niebra recae en quienes tienen el poder de actuar. Debería ser el presidente y su gabinete quienes trabajen incansablemente para rectificar esta realidad. La prioridad debería ser que las carreteras no estén hechas un desastre, que el transporte sea viable, seguro y accesible, y que las ciudades se diseñen para las personas, no para los automóviles o los intereses inmobiliarios.

Toda esa energía y tiempo que las personas invierten cada mañana, corriendo contra el reloj y cargando con mil preocupaciones, les ha robado algo invaluable: la capacidad de tener expectativas, de soñar con un futuro mejor. Hoy, el agotamiento físico se combina con un bombardeo psicológico: la preexposición en redes sociales a un miedo fabricado, magnificado ahora por el hype de la inteligencia artificial y la promesa de cursos milagrosos que ofrecen empleos que no existen.

Ante este panorama agotador, no es de extrañar que muchos prefieran desconectar ese interruptor del sufrimiento sistemático. Eligen renunciar a la formalidad para vender algo en la calle, ingresando a la economía informal no por ambición, sino como un acto de preservación mental. Es una decisión comprensible, aunque frágil. Porque ese mismo interruptor se vuelve a encender con la publicidad en la televisión, que te recuerda todo lo que no tienes y todo lo que "necesitas" comprar para pertenecer a un estrato social que tu propio trabajo ayuda a definir, pero al que nunca accederás.

Al final, estas personas no están en condiciones de luchar por sus derechos. No es que no quieran, es que no tienen tiempo. Su lucha se reduce a la supervivencia inmediata: llegar a casa, dormir unas horas y tratar de entender cómo resolver el día siguiente. Incluso la preparación para una emergencia se vuelve una carga absurda: ¿de qué sirve saber primeros auxilios si ni siquiera la policía está capacitada al 100%, si las calles son inseguras y las rutas de escape son un laberinto sin salida?

Ya no se trata solo de la pobreza o la falta de oportunidades. Se trata de un sistema más insidioso: una red de espionaje de la tristeza que vigila nuestro descontento, y un mecanismo de control masivo que, en lugar de ofrecer soluciones, prefiere administrar las masas a través del miedo.

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